domingo, 31 de julio de 2011

LAS TORTURAS DE LA CIA 7- PAGINA 11

Tortura_2
Las mías procedían de un redactor jefe; las de Bill, de algún hombre de la CIA en Langley. Una noche, ante una botella de Frascati, cerca del Panteón de Roma, Bill señaló que ambos debíamos ser convincentes y estar dispuestos a contar mentiras mientras íbamos en pos de la verdad. No se me ocurrió mejor descripción de nuestro oficio. Coincidimos en que algunas veces entendíamos mal las cosas. En mi profesión esto no acostumbraba a tener la menor importancia. En la de Bill podía desencadenar alguna de esas pequeñas guerras tan latosas. A medida que fui conociéndolo, me di cuenta de que Bill cultivaba pequeñas excentricidades que exhibía como medallas. Se ponía corbatas que nunca acababan de combinar bien con la camisa o la americana, y durante un tiempo llevó un largo abrigo de cuero con el que parecía un extra salido de una película de guerra. Su mayor preocupación era que le brillaran siempre los zapatos; era incapaz de pasar ante un limpiabotas sin detenerse para que le diera más lustre. En Roma empezamos a vernos regularmente. Por lo general, Bill aparecía con dos o tres funcionarios de la embajada y la conversación era tan buena como la comida. Una noche llegó con William Colby, un hombre callado y comedido, con la actitud inquisitorial propia de un miembro de la Compañía de Jesús. Preguntó poco pero escuchó mucho. Más tarde, Bill me contó que Colby había saltado en paracaídas sobre la Francia ocupada por los alemanes en 1944, a los veinticuatro años, cuando ya era todo un comandante de la OSS, la Oficina de Servicios Estratégicos precursora de la CIA. Tras la guerra siguió combatiendo a los fascistas en Italia, ya como uno de los primeros miembros de la CIA. Durante aquella cena, Bill escogió como tema de conversación los grandes escándalos protagonizados por espías durante la Guerra Fría: Los secretos que había revelado Klaus Fuchs sobre la bomba atómica estadounidense y el modo en que Guy Burgess y Donald MacLean habían puesto en peligro a los agentes del MI5 y el MI6. Señalé que el nombre de todos ellos se había convertido en sinónimo de traición y doblez, y Buckley sonrió ante mi observación. Aquella sonrisa llegaría a serme familiar. Con el tiempo me he hecho una idea más completa de él. Bill era muy agudo. En una ocasión comentó que la única manera de escribir sobre el espionaje era «escuchando los siseos de las gachas». Era un modo sucinto de describir su actitud ante una escaramuza mortal en un callejón sin nombre, el sobresalto cuando saltaba por los aires un agente o una red, el descubrimiento de una operación encubierta capaz de destruir años de trabajo construyendo puentes políticos, un fragmento de información mundana que completaba un rompecabezas concreto y oculto. Más tarde, cuando nos conocimos mejor, me convenció de que el espionaje es la clave que nos permite comprender por completo las relaciones internacionales, la política mundial y el terrorismo. Al final llegaría a saber muchas cosas sobre Bill, su vida y su época. Bill Buckley nació el 31 de mayo de 1928 en Medford, Massachusetts. Su padre era agente de bolsa; su madre lo educó, junto con sus dos hermanas, en el respeto a la autoridad, el deseo de conseguir buenas notas y el amor a su país. La familia, religiosa pero no devota, era un claro caso de católicos partícipes de la ética protestante que asistían a misa los domingos y las fiestas de guardar. Si en algo se distinguía aquella vida era en ser especialmente soporífera. Mamá y papá querían que a sus hijos les fuera bien en la vida, encontraran un trabajo seguro y se casaran con jóvenes de buenas familias de clase media parecidas a la de los Buckley. Desde muy pronto el padre de Bill trazó el camino de su hijo, basado en el ejemplo de su vida decente y buena, plena del espíritu abnegado típico de Nueva Inglaterra, y en la firme creencia de que el éxito sólo puede conseguirse mediante el trabajo duro y la más estricta probidad. En ese mundo, Bill estaba destinado a cursar humanidades y seguir estudiando hasta adquirir una buena base para los negocios. Más tarde pasaría a colaborar con su padre. En un momento u otro encontraría a la muchacha de su vida, se casaría con ella y seguiría el camino marcado por su padre. Con suerte, así se garantizaría la aparición de numerosos Buckley que votarían a los republicanos y darían orgullosas muestras de patriotismo y fe en Estados Unidos. Bill tenía otras ideas. Ya de pequeño había dado muestras de interesarse por la intriga y de poseer una nítida conciencia de lo que estaba bien. Leía con avidez cómics, periódicos, revistas y libros que le sirvieran para profundizar sus conocimientos sobre la guerra. Al principio de la adolescencia era capaz de dar conferencias a sus compañeros sobre los entresijos de las grandes batallas de la Primera Guerra Mundial; a los quince años sabía más sobre la filosofía de Napoleón o de Wellington que sus profesores. En casa jugaba a la guerra en el suelo de su dormitorio y dedicaba horas enteras a desplegar ejércitos de soldados de plomo. Los soldaditos, alineados en pulcras hileras, caían bajo los cañones ocultos entre las patas de la cama y de la cómoda. Después los resucitaba trabajosamente para comenzar nuevas batallas. Su obsesión por la guerra y la política que la creaba era puramente personal, pues nadie en su familia sentía el menor interés por ninguno de ambos temas. En junio de 1945, Buckley se alistó en el ejército de Estados Unidos como soldado raso. Le parecía un deber patriótico. Su única decepción fue que llegó demasiado tarde para entrar en combate pues Japón se rindió cuando apenas hacía dos meses que había entrado en el campamento de entrenamiento

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