sábado, 30 de julio de 2011

LAS TORTURAS DE LA CIA PAGINA 10

Ninguno de ellos conocía otro de los secretos que Sidney Gottlieb se llevaba a la tumba aquella mañana de marzo de 1999: el papel que había desempeñado en el asesinato de William Buckley, el hombre que llegó a ser el agente más importante de la CIA en Oriente Próximo. Bill Buckley no sólo fue para mí una fuente importante y de total confianza sobre el mundo del espionaje, sino que además se convirtió en un amigo bueno y leal. Tal vez algunas personas se sorprendan e incluso lo consideren de cierto mal gusto: la idea de tener un amigo que actúa en el submundo de nuestra sociedad no suele caer bien entre los escrupulosos. Del mismo modo que Henry Simpson declaró cuando lo nombraron secretario de Estado en 1929 que «un caballero no lee el correo de otro» —después de que se le informara sobre las atribuciones del servicio de espionaje del país—, algunas personas siguen pensando que los hombres como Bill Buckley pertenecen a un mundo del que no desean formar parte. Consideran que proceden de los bajos fondos, juegan sucio y no son la clase de invitados que uno desearía recibir en casa. En realidad, Bill era una persona de educación esmerada que se expresaba correctamente, y además era un excelente anfitrión. No le habría costado encontrar un trabajo seguro en Wall Street o en cualquier otro rincón del establishment de la costa Este. En cambio prefirió trabajar para la Central Intelligence Agency, la CIA, porque Estados Unidos nunca había tenido un servicio de espionaje en tiempo de paz con miras tan ambiciosas. Consideraba que era una gran oportunidad para satisfacer dos poderosas fuerzas motrices de su carácter: la necesidad de servir a su país de un modo tal que satisficiera a la otra fuerza impulsora con una vida de emociones donde estuviera presente la sensación de peligro. Disfrutaba viviendo en un mundo mascu-lino, y seducía a las mujeres con un encanto pasado de moda y un estilo que habría admirado el gran Gatsby. Al principio la relación entre ambos fue un poco difícil. Él sabía, como corresponsal extranjero, que era inevitable que yo entrara en conflicto con el modo en que el gobierno y los militares desean siempre controlar las noticias a su favor. Me he encontrado con situaciones como ésa una media docena de veces, desde la Crisis de Suez, en 1956, hasta la Guerra del Golfo, pasando por la Guerra de Vietnam y otros conflictos menores de Asia y África. Los agentes distorsionadores que controlan el acceso a la verdad basan su trabajo en la frase del general Dwight Eisenhower, quien afirmó durante la Segunda Guerra Mundial: «La opinión pública gana las guerras, y los periodistas tienen que ocuparse de que ganemos la guerra, como hacen los militares.» Eisenhower se equivocó en muchas cosas, pero en ninguna tanto como en el papel que deben desempeñar los periodistas. Estamos aquí para informar. Nada más. Y nada menos. Mi visión sobre este tema, tal vez demasiado apasionada, sirvió para romper el hielo con Bill Buckley, pues él coincidía plenamente conmigo. Decía que los periodistas que perdían la independencia se convertían en meros propagandistas, y se había hartado de verlos en Saigón redactando informes entusiastas sobre el recuento de bajas enemigas, que nada tenía que ver con lo que realmente estaba pasando. De un modo tan sencillo empezó nuestra amistad. Una de las primeras cosas que hicimos fue prescindir de la ficción de que Bill era sólo jefe de protocolo de la embajada local de Estados Unidos en el país donde quisiera la suerte que nos encontráramos. Es frecuente que los agentes simulen ser lacayos de un departamento de Estado, pero Buckley reconocía que aquella situación podía llegar a ser irritante. Nos conocimos en Roma. Me habían enviado allí para sustituir a otro corresponsal destinado a Oriente Próximo, uno de esos personajes que no desean otra cosa que estar en acción, atraídos por lo que se ha denominado «la terrible belleza de la guerra». Desde mi época de novato bajo las alas de heroicos corresponsales como Sefton Delmer, Rene McCall y Richard Killian, yo sabía que correr grandes riesgos no formaba parte del trabajo. Tal como Killian me dijo en una ocasión: «Una cosa es parecer sereno bajo el fuego y otra totalmente distinta y francamente idiota es buscarlo de entrada.» Algunos de mis deberes romanos consistían en recorrer el «circuito de embajadas» e informarme de las diversas versiones diplomáticas sobre lo que estaba pasando o iba a pasar en la cuenca occidental del Mediterráneo. Así fue como conocí a Bill. Tomamos un café cerca de la escalinata de la Piazza di Spagna, que se fue alargando hasta la hora de la comida, durante la cual le confesé que mi suegro había sido agente del MI6 y había dirigido una trama de espionaje en las dos Alemanias de la posguerra mundial. Bill sonrió y me dijo que ya lo sabía. No era exactamente un hombre guapo; los ángulos de su rostro no acababan de formar un todo atractivo. Tenía la barbilla demasiado prominente y los ojos excesivamente juntos, lo que le confería un teatral aspecto amenazador. Resultaba más favorecido cuando se encontraba en movimiento, desmigajando un panecillo para echarlo en la sopa o utilizando el índice para remarcar alguna observación. Durante los primeros encuentros comentamos las similitudes entre el periodismo y el espionaje: ambas profesiones viven de la información y de unas fuentes que pueden ir de lo más elevado a lo más abyecto. Ambas dependen de la confidencialidad, sin la cual se evaporan las fuentes y no aparecen otras nuevas para sustituirlas. En nuestros respectivos trabajos obteníamos información de acuerdo con unas órdenes.

No hay comentarios:

Publicar un comentario