jueves, 28 de julio de 2011

LAS TORTURAS DE LA CIA 4-

elms, antiguo corresponsal en el extranjero cuya vida parecía sacada de un libro de Hemingway, había encontrado en Gottlieb un oyente bien dispuesto, y éste en él un poderoso aliado. Fue el octavo director en ocupar las salas del séptimo piso de Langley. Una vez instalado, Helms hizo llamar a Gottlieb y lo escuchó durante horas. Después asintió y dijo: «Sidney, tendrás todo lo que quieras. Sea lo que sea.» Ninguno de los ancianos que asistían al funeral habría puesto en duda que Helms habría acompañado con orgullo el ataúd de su amigo hasta su última morada. En cambio no sería ése el caso de Colby. Todos los dolientes, sin excepción, lo habrían paralizado con su sola presencia. William Egan Colby era el bocazas, el director de la CIA que reveló en el Congreso lo que había hecho Gottlieb, un acto insólito en virtud del cual una agencia secreta descubrió sus propios secretos. John Ranelagh, autor de un libro fundamental sobre la CIA, titulado The Agency, había entrevistado previamente a uno de los presentes en el funeral, el cual había descrito a Colby como «un individuo de la vieja escuela, pero de una escuela distinta. Colby era católico, su padre era militar. No era de la "familia": era mucho más mezquino y desagradable, y mucho más sucio». Otros, como el distinguido historiador militar Nigel West, rechazaban de plano la imagen de Colby como un «soplón». Lo que resultaba indudable era que Colby, tras ser un agente entregado a la causa durante la Guerra Fría y, en muchos aspectos, un ejemplo modélico de lo que debería ser un agente —un hombre implacable, dedicado a los hechos y ajeno a la especulación—, se había convertido en director de la CIA en una época en que la Agencia era objeto de ataques desde todos los puntos. El New York Times había dirigido las acusaciones, censurando la participación de Colby en el programa Phoenix por considerarlo un «plan de tortura y asesinato sistemáticos organizados por Colby», y poniendo énfasis en las cifras que el mismo Colby había facilitado en su testimonio ante el Congreso sobre el número de muertos causados por el programa. Si bien el periódico concedía que nadie podía imaginar a Colby torturando con sus propias manos —tenía «aspecto de boy scout»—, lo cierto era que «plenamente convencido de la política de Estados Unidos en Vietnam, había perdonado todo lo hecho con el fin de ganar la guerra». A Nigel West este juicio le parecía inaceptable y rechazaba el punto de vista, ampliamente compartido y defendido por Ranelagh en su libro, de que la Operación Phoenix «adquirió rápidamente fama de programa de terror y asesinato y se convirtió en el blanco favorito de quienes estaban cada vez más desencantados con la guerra. Cuando Colby reconoció la re-lación de la CIA con esta operación, se extendió la idea de que la Agencia era un elefante solitario, incontrolado e incontrolable». Fuera cierto o no, los ancianos congregados en la capilla —espías, analistas, abogados, todos ellos antípodas de James Bond— eran incapaces de perdonar a Colby. Algunos prestarían oídos sin duda al argu-mento de que Colby no tenía otra alternativa que romper el código de omerta, pero para la inmensa mayoría era el gran traidor, y el hecho de que en otros tiempos hubiera sido una de las grandes figuras del espionaje estadounidense no hacía más que agravar las cosas. No sólo se había distinguido en la Segunda Guerra Mundial sino que había olvidado más cosas sobre sabotaje y terrorismo de estado de lo que la mayoría de los hombres aprenden en toda su vida. Pero todo aquello no había servido para nada. Contó ante el Congreso todo lo que sabía sobre las prácticas de Sídney Gottlieb y, para aquellos ancianos, por fuertes que hubieran sido las presiones recibidas, aquello era imperdonable. Para aquel entonces hacía ya tiempo que Gottlieb se había marchado de Langley, pero su legado perduraba. Incluso estando muerto ejercía fascinación. Los periodistas rondaron el domicilio familiar de Washington, Virginia, atraídos por el rumor de que Gottlieb, gravemente enfermo de cáncer y de una enfermedad coronaria, había acelerado su muerte con una sobredosis de morfina. Pero su esposa Margaret, hija de misioneros presbiterianos, se mantuvo fiel a las normas de discreción que le había inculcado su esposo y se negó en redondo a revelar la causa de su defunción. Algunos de los presentes en la capilla sólo conocían al Gottlieb de los últimos años, el que trabajó en una leprosería de la India y luego regresó a Virginia del Norte para criar cabras en una granja. En algún momento de su vida se aficionó enormemente a los bailes folclóricos y, a pesar de que tenía un pie deforme, bailaba muy bien. Otros recordaban que le gustaba caminar por las estribaciones de las cercanas montañas de Blue Ridge, cuando no colaboraba como voluntario en un centro para enfermos terminales. Con todo, algunos de los hombres recordaban a un Sidney Gottlieb diferente. Habían trabajado con él en los buenos tiempos, cuando presidía un departamento de la CIA especializado en crear drogas alteradoras de la conducta y toxinas letales administradas mediante aerosoles. También había ideado relojes de pulsera capaces de arrancar la mano, pistolas de dardos que mataban sin dejar rastro y venenos que paralizaban los músculos y provocaban lo que él denominaba «un sueño involuntario».

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