lunes, 8 de agosto de 2011

LAS TORTURAS MENTALES DE LA CIA 15- PAGINA 19

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Aquella mañana del viernes 1 de marzo de 1984, William Buckley llevaba ya 346 días en Beirut. Estaba solo en su apartamento, situado en el décimo piso del edificio Al Manara, emplazado en las afueras del sector Oeste de la ciudad. A través de los ventanales del cuarto de estar se divisaban las montañas del Chuf y el mar Mediterráneo. Aquél iba a ser uno de esos días sublimes que compensaban a los escasos extranjeros que todavía vivían allí, pues la ciudad se había convertido en un lugar infernal e inestable. Sin embargo, a aquella hora Beirut ofrecía su mejor aspecto. A los pies de Buckley, hasta donde abarcaba la vista, se alzaban cientos de alminares en forma de espiral, y brillaban ya bajo el sol las filigranas de los balcones de las mezquitas, ribeteados en hierro forjado. Desde esos balcones, los altavoces no tardarían en llamar a los fieles a sus primeros rezos. Algunas calles discurrían largas y rectas, bulevares magníficos, recuerdo de la época en que predominaba la influencia de Francia en la ciudad; aún se conservaba su lengua, pero sólo se hablaba en el barrio cristiano. En las calles que rodeaban el bloque de pisos de Buckley —estrechas y tan curvas que algunas veces volvían sobre sí mismas—, imperaba un árabe gutural. Aproximadamente una hora después —hacia las siete—, el estruendo de las voces y del tráfico quebraría de nuevo la paz. Así como Roma debía su sonoridad característica al tufo, la piedra caliza de las construcciones, la ola de la marea de sonidos humanos y mecánicos reverberando contra los edificios contribuía a crear el carácter único de Beirut. A pesar del tamaño del piso —cuatro dormitorios, comedor, sala de estar, un cubículo para el servicio—, Buckley se había empeñado en llevar la casa él mismo, pues no soportaba la idea de que alguien hurgara en sus pertenencias. Estaba rodeado de las pruebas de su fracaso en la empresa: había platos olvidados por todo el cuarto de estar, y la bolsa de la ropa sucia desbordaba. Buckley se había levantado antes del alba como de costumbre. Era su hora preferida para «pensar y trazar estrategias». Sin duda tenía motivos para estar preocupado, como cada día desde que había llegado al Líbano. Sus intentos por cultivar informadores y obtener datos sobre las distintas facciones políticas del Líbano sólo habían obtenido un éxito parcial; su sistema de aproximación, que le había sido útil en Vietnam, no siempre funcionaba con los contactos árabes, y creía que eso se debía en parte a que aún le costaba comunicarse en su lengua. Conservaba sin embargo la valentía personal que lo había caracterizado durante la época de Vietnam. A los pocos días de su llegada a Beirut estalló un combate entre dos grupos chiítas que reclamaban el control de la zona en la que estaba su piso. Bajó de inmediato a la calle y exigió a ambos bandos que abandonaran las armas. Después de que lo hubieran hecho, invitó a los jefes de la milicia a tomar café en un establecimiento cercano. En otra ocasión, él y un colega de la embajada se encontraron bajo el fuego de artillería cuando iban a comer. Mientras las bombas estallaban muy cerca, Buckley aparcó tranquilamente y entró en el restaurante, donde encontró a los comensales escondidos bajo las mesas. Con toda calma pidió la comida para él y su compañero y la fue a buscar a la cocina. Semejantes alardes de valor impresionaron a los árabes, pero también atrajeron las miradas sobre él y le valieron una reprimenda del embajador por exponerse a un riesgo innecesario. En la embajada nadie sabía que Buckley corría esos riesgos deliberadamente: era el modo de conseguir acceso a la comunidad árabe y ya había empezado a notar los beneficios. Últimamente los informes enviados a Langley contenían datos secretos muy concretos sobre los planes de Hezbolá. También había comenzado a reunir información valiosa sobre Fadlalá y otros jefes religiosos: sus movimientos por la ciudad, el número de guardaespaldas que llevaban, los coches que utilizaban. Al tiempo que recopilaba esos datos, iba reuniendo más documentación sobre el doctor Aziz al Abub. El médico había llegado a Beirut el sábado 15 de marzo de 1982. Se había graduado en la Universidad de Teherán a finales de 1978 y había hecho el juramento hipocrático en los tiempos de una dinastía moribunda. Al sah del Irán sólo le quedaban unas pocas semanas en el poder. Algunas ciudades se habían convertido en ciudadelas cerradas y controladas por los religiosos del Ayatolá Jomeini. En un último y desesperado acto de ferocidad, el sah seguía llenando las cárceles de víctimas inocentes. Tal vez aquello estimuló al médico, que había jurado no hacer daño a nadie, a intervenir directamente en la anarquía. Al entrar en la facultad de medicina, se había integrado en los guardianes de la revolución, y un año después ya había sido elegido su re-presentante en la facultad. A finales de 1979, con el sah depuesto y el ayatolá Jomeini instalado en Teherán, comunicaron al doctor Al Abub, que trabajaba de interno en un hospital de las afueras de la ciudad, que le había sido concedida una beca para la Universidad Patrice Lumumba.

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