viernes, 5 de agosto de 2011

LAS TORTURAS DE LA CIA 12- PAGINA 16

Más tarde se supo en las calles de Beirut Oeste que los dos embajadores habían declarado que había llegado a sus oídos que los norteamericanos estaban decididos a capturar o matar al doctor Al Abub porque creían que maltrataba a los rehenes, y que habían encomendado esa tarea a Valí. En una respuesta típica de Hezbolá, el jeque Fadlalá dispuso de inmediato que los imanes terminaran los rezos del viernes en las mezquitas de la ciudad maldiciendo al Gran Satán por enviar tal persona a Beirut. Debido a la importancia del doctor Al Abub, Fadlalá también le ofreció protección, pero éste la rechazó con el argumento de que sabía defenderse. Llegado ese momento, el consejo directivo autorizó la operación más ambiciosa de Hezbolá hasta la fecha: secuestrar a Valí. De ese modo el doctor Al Abub utilizaría su conocida habilidad para obligar a escuchar al Gran Satán. Transcurrido un mes de esa reunión, el doctor Al Abub asistió a otro encuentro con el consejo para que le dieran cuenta de los progresos del plan. A su alrededor todo mostraba que Beirut, en otros tiempos orgullo de la colonización francesa, se deslizaba día a día hacia el Tercer Mundo. El mercado negro y la inflación crecían de modo incontrolado. El hundimiento del nivel de vida había producido un efecto debilitador sobre una población obligada a vivir estrechamente unida a Hezbolá. Sobre la gente flotaba un hedor que rivalizaba con el de la muerte: el olor amargo y penetrante de la derrota de los vivos. Los miembros de Hezbolá llevaban tiempo acostumbrados a la pobreza. Estaban dispuestos a ver tambalearse la ciudad, e incluso todo el Líbano, hacia una depresión irreversible, desde cuyas profundidades difundirían sus doctrinas extremistas. El doctor Al Abub estaba allí para facilitar el camino, por ello podía caminar seguro y sentirse inmune en la ciudad más peligrosa del mundo. Las calles eran mitad campo de batalla, mitad solar en demolición. Las barricadas cortaban el tráfico, los coches tenían que esquivar bidones llenos de cascotes entre los que se señalaba el camino con cintas negras, el color de Hezbolá. Grupos de jóvenes tocados con kefias y vestidos con restos de trajes militares de faena vigilaban las barricadas. Tras cada una de ellas había un brasero, cazos, cajas de frutas y verduras y panecillos: los jóvenes vivían y dormían allí y, en caso necesario, morirían defendiendo el puesto. A cambio de ello recibían el equivalente a tres dólares mensuales, un generoso salario en mitad del colapso económico del Líbano. Según se creía en Beirut Oeste, el doctor Al Abub disfrutaba de una cantidad varias veces superior, además de un piso y un coche. Tales símbolos de posición social, sumados a su educación y sus modales autoritarios, lo distinguían todavía más de la comunidad, que lo contemplaba con un respeto cercano a la reverencia y el temor. Todo el mundo sabía que tenía poder de vida o muerte sobre los rehenes y que lo ejercería sin vacilar un instante. El maletín del médico contenía drogas capaces de quebrar la resistencia del prisionero más duro, y la habilidad con que las utilizaba formaba parte de una campaña cuya terrible culminación eran las cintas de vídeo de los rehenes que Hezbolá había empezado a distribuir entre los medios de comunicación. Las cintas estaban ideadas para forzar a los gobiernos a acceder a las peticiones de los secuestradores, pero hasta el momento la presión no había tenido éxito. Sin embargo, el aviso de que los estadounidenses habían identificado al doctor Al Abub como objetivo que debían eliminar le había conferido una categoría de héroe popular, y sabía que en las profundidades de Beirut Oeste se encontraba a salvo, porque Valí nunca se atrevería a ir por ahí. A ambos lados de la calle por la que avanzaba había edificios en ruinas convertidos en vertederos de coches calcinados y de basura. Lo único que quedaba de la embajada dé Estados Unidos, destruida por el coche bomba que había causado sesenta y tres muertos, era un montón de cascotes. Los estadounidenses que sobrevivieron se trasladaron a un recinto situado en el sector Este de la ciudad. Aquellos fueron días emocionantes para los jóvenes terroristas, cuando gritaban que ellos serían los próximos en morir. No obstante, hacía ya tiempo que la habilidad del doctor Al Abub había sustituido a sus acciones. Mientras que el método de los jóvenes entablaba una relación directa con el enemigo, el suyo era mucho más sutil y nadie ponía en entredicho la moralidad de sus actos, como les sucedía a los terroristas suicidas. Antes de que se les permitiera lanzar sus ataques se debatió intensamente si merecían la absolución pues iban en contra de la prohibición islámica del suicidio. En las mezquitas, los hombres religiosos entablaron vivas discusiones.

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