martes, 2 de agosto de 2011

LAS TORTURAS DE LA CIA 9- PAGINA 13

«Gottlieb era el gran hechicero, y yo me convertí en su aprendiz», contaría Buckley años más tarde. El MK-ULTRA siguió sus pasos a todos sus destinos: Europa, África, Asia y Oriente Próximo. Sus experimentos con drogas, hipnosis y otras técnicas de modificación de la conducta llegarían a obsesionarlo, pero nada le resultaría tan inquietante como el papel que desempeñó como enlace entre Gottlieb y el Allan Memorial Institute de Montreal, Canadá, donde el MK-ULTRA cometió las mayores violaciones de conducta ética. Durante las cenas en Roma o las reuniones en el apartamento que había alquilado a escasa distancia de Columbus Circle, en Washington, Buckley empezó a hablarme cada vez con mayor sinceridad sobre aquella época y a describirme las personalidades involucradas. Me reveló la historia de un programa de espionaje que se llevó a cabo sin control alguno debido a que, por increíble que parezca, no debía rendir cuentas ante el gobierno. Al final terminó por amenazar el corazón mismo del sistema democrático. Mientras me lo contaba, Buckley no tenía la sensación de estar denunciando prácticas corruptas en su organización; «sólo quiero que lo entiendas bien», decía. Con frecuencia utilizaba esta frase para intentar racionalizar lo que había visto y aquello en lo que había participado. — Buckley tenía la capacidad de demostrar que la acción no puede esperar a la certidumbre y que la motivación y el engaño forman parte esencial de este oficio. Estas convicciones le habían granjeado el aprecio del director de la CIA, William Casey. Lo que empezó como respeto mutuo fue transformándose en sincera amistad. Buckley se convirtió en el ayudante especiar de Casey y lo acompañaba en sus viajes a los puestos avanzados de la CIA, la mayor parte de los cuales se encontraban en Oriente Próximo. Esas visitas avivaron un viejo fuego en el ánimo de Bill Buckley: el deseo de regresar a la acción. En junio de 1981 lo nombraron subjefe de la delegación de la CIA en Él Cairo, donde volví a encontrarlo. Era ya un hombre de mediana edad al que seguía gustando vestir bien, y me habló con afecto de Casey y de la vida en la Agencia. La conversación derivó hacia mi siguiente libro. Después de contarle mis proyectos, me dirigió una larga mirada y me preguntó: —¿Te refieres a lo que sucedió en Montreal con el doctor Cameron? —Sí, entre otras cosas. —La posibilidad de controlar la mente ajena es el sueño de cualquier servicio de espionaje —señaló Buckley. —Cuéntame —le dije—. Cuéntame cosas del doctor Gottlieb. Hablamos durante un rato y quedamos en vernos de nuevo a los pocos días en el hotel Semeris de El Cairo, pero cuando más tarde llamé a la embajada de Estados Unidos, me dijeron que estaba «fuera». Tardaría un año en volver a verlo. Nos encontrábamos entre una multitud de marines en los muelles de Beirut, contemplando cómo los hombres de la OLP abandonaban la ciudad, expulsados por los cazabombarderos israelíes que habían convertido en ruinas barrios enteros de Beirut. Ronald Reagan, el nuevo presidente que ocupaba la Casa Blanca, había garantizado a Yasir Arafat que podría salir sin peligró, y Buckley estaba allí para observar si los israelíes no atacaban a la OLP mientras sus hombres zarpaban hacia Túnez. Le dije que, vestido con un traje de lino, botas bajas de cuero y rostro tan bronceado, parecía el típico agente de la CIA. —Hacía mucho tiempo que no estaba en un lugar tan fantástico como Beirut —me contestó con una amplia sonrisa. Sin embargo, poco después tuvo que abandonar la ciudad. Casey lo llamó a Langley para dirigir la unidad antiterrorista del gobierno de Reagan. De hecho, Buckley sería responsable de la política de la CIA respecto a dónde y cuándo combatir a los terroristas en todo mundo. En marzo de 1983 yo me encontraba en Washington, continuando con mis investigaciones preliminares sobre el control psíquico, y me reuní con Buckley en su piso. Apenas habíamos empezado a ponernos al día sobre lo sucedido desde que nos habíamos visto por última vez cuando las noticias de la noche anunciaron que un grupo terrorista islámico había hecho estallar una enorme bomba frente a la embajada de Estados Unidos en Beirut. Entre los dieciséis estadounidenses fallecidos se encontraban varios agentes de la CIA. Uno de ellos era Robert Ames, el jefe de la sección del Mediterráneo oriental, que sólo llevaba allí veinticuatro horas. Buckley tomó el coche y se fue inmediatamente a Langlay. A los pocos días estaba otra vez en Beirut. Pero antes de abandonar Washington encontró un momento para llamarme por teléfono. Quería saber cómo avanzaba mi proyecto sobre el control psíquico. Le contesté que todavía era demasiado pronto para saberlo. Se produjo una pausa. ____ —Mira, tal vez te interese: los israelíes dicen que los de Hezbolá están adoptando métodos más complejos. Han contratado a un médico formado por los soviéticos en el control psíquico.

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