domingo, 7 de agosto de 2011

LAS TORTURAS DE LA CIA 14 - PAGINA 18

En menos de un año contaban con miles de seguidores, todos los cuales difundían la palabra con celo misionero por Beirut Oeste, hacia el fértil valle de Bekaa y el interior, y hacia los inhóspitos pueblos chiítas de la zona rural del sur. Llevaron hasta la frontera con Israel el mensaje de que la hora de la represalia islámica estaba próxima. La voluntad de resistir fue creciendo a pesar del despiadado sitio que las fuerzas israelíes impusieron a Beirut. Sentarse a tomar té azucarado en vasos diminutos mientras los misiles israelíes silbaban sobre las cabezas se convirtió en una cuestión de honor. Se juzgaba el valor de un hombre según se estremeciera o no ante el gemido de un avión israelí. Los niños aprendieron a controlar los gritos histéricos cuando las calles vibraban con el ruido, el suelo se alzaba y se desgarraba con los explosivos. Entonces empezaban los cantos: «¡Hezbolá! ¡Odio a Israel! ¡Hezbolá! ¡Odio a Estados Unidos! ¡Hezbolá! ¡Odio a Occidente! ¡Hezbolá! ¡Odio al mundo ajeno a nuestro mundo!» Los religiosos de Hezbolá, henchidos por la sensación de llevar a cabo una misión sagrada, todos los viernes por la tarde pronunciaban el mismo mensaje inflexible. Después de que los fieles extendieran sus alfombras para rezar y se postraran tres veces —tocando el suelo con la frente y murmurando el nombre de Alá, Señor del Mundo, todo comprensión y compasión, Soberano Supremo del Juicio Final—, se ponían en cuclillas y escuchaban la lista de objetivos, cada vez más larga, que los guías religiosos leían en voz alta. Junto con Israel y el Gran Satán —nombre que Fadlalá había dado a Estados Unidos—, la lista incluía a Arabia Saudí por no negarse a vender petróleo a Occidente y paralizarlo; al Papa por su apoyo a los libaneses cristianos; a los gobiernos de Francia y Alemania; a los representantes de los periódicos y medios de comunicación occidentales en Beirut, por sus informaciones sesgadas; a todos los cafés y tiendas del sector cristiano de la ciudad que vendían hamburguesas, kétchup y revistas extranjeras. En algunas ocasiones, el religioso podía tardar toda una hora en recordar a su congregación todos los productos extranjeros y dónde se vendían todavía en aquella ciudad profundamente dividida. No terminaba ninguna diatriba sin recordar que la victoria final no sólo significaba la erradicación de todos aquellos males, sino que ésta exigía enfrentarse y derrotar a las tropas apostadas más allá de las reducidas fronteras del Líbano. Se decía siempre que los adversarios estaban dirigidos por Estados Unidos e Israel. En el pensamiento del doctor Al Abub, un hombre personificaba sin duda todo lo odiado: ValI

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