sábado, 6 de agosto de 2011

LAS TORTURAS DE LA CIA 13 - PAGINA 17

Los conservadores insistían en que en la ley religiosa no había ninguna base que permitiera justificar los ataques suicidas, pero otros estudiosos más radicales repasaban el Corán y extrapolaban la idea de que la opresión hace que el oprimido descubra nuevas armas y fuerzas. Este argumento se rebatía con la afirmación de que el terrorismo suicida era en sí mismo tan dramático que llegaba a oscurecer el objetivo real del ataque: la atención mundial se centraba en el terrorista más que en su ideología. Hezbolá recibía acusaciones de utilizar a jóvenes desequilibrados que, como los kamikazes japoneses de la Segunda Guerra Mundial, acudían al encuentro de la muerte drogados o en estado de fervor religioso. Los partidarios de los ataques suicidas alegaban que, si bien era perfectamente correcto que el doctor Al Abub y otros médicos facilitaran pastillas estimulantes a los conductores suicidas, y los imanes les ofrecieran oraciones sobre la gloria de la muerte antes de una misión, el mero hecho de que hubiera jóvenes deseosos de ser los siguientes en morir indicaba que era la voluntad de Dios lo que los motivaba. Los dos periódicos de Hezbolá, As Sabi y AlAhd, habían apoyado los ataques suicidas, alabando el sacrificio y destacando el hecho de que desde el exterior de la comunidad chiíta nadie comprendía semejante entrega. Los periódicos escribían en sus editoriales que no había la menor diferencia entre un joven combatiente que moría con un arma en la mano y otro que lanzaba un camión lleno de explosivos contra un objetivo: ambos tenían asegurado un lugar en el cielo porque su sacrificio hacía avanzar la causa común. Para las familias se había convertido en una cuestión de honor aportar un hijo a ese sacrificio, y algunas veces incluso una hija: en muchas ocasiones las chicas levantaban menos sospechas y tenían mayores probabilidades de llegar al objetivo, y lo cierto era que habían demostrado ser tan valientes como sus hermanos. El nombre de los escogidos se recordaba a diario después de que el muecín llamara a los fieles a la plegaria a través de los crepitantes altavoces. Entonces, en el umbrío frescor de las mezquitas, se alababa a los atacantes suicidas y se mantenía viva su memoria. Las almas de los hijos de Hezbolá no necesitaban más. Mientras se adentraba en Beirut Oeste, el doctor Al Abub observó que habían empezado a aparecer las atalayas de los jóvenes, las cuales alzaban una orgullosa silueta sobre el sol ascendiente. Más abajo, las calles se iban llenando de gente y los vendedores se preparaban para otro día. Todos se apartaban a su paso: el maletín negro del médico era mayor símbolo de victoria inminente que cualquier acto espectacular de destrucción. Mientras avanzaba por calles en las que sólo el alba y el ocaso eran predecibles, acompañado de la llamada del muecín, el doctor Aziz al Abub daba por hecho que, sin la intervención de Israel, Hezbolá habría tenido más dificultades para convertirse en la fuerza más poderosa del Líbano. Los beirutíes recordaban el ataque israelí, producido tras meses de panfletos llenos de amenazas —que los emprendedores comerciantes locales habían recogido, unido y vendido como papel de valer— y una inundación de avisos por radio desde Tel Aviv que las emisoras de la ciudad habían aprendido a anular con interferencias. Aquel domingo por la mañana —6 de junio de 1982—, quince años después del día en que Israel lanzó un ataque preventivo contra Egipto para asegurarse la victoria en la Guerra de los Seis Días, sus ejércitos entraron majestuosamente en el Líbano. El pretexto fue el asesinato del embajador de Israel en Gran Bretaña. Unos pocos días antes, un pistolero árabe le había disparado en la cabeza a quemarropa a la salida de un hotel de Londres. Al anochecer de aquel domingo, el cielo sobre Beirut Oeste ardía con el resplandor de los proyectiles y los cohetes israelíes. Decenas de miles de refugiados huyeron de la ciudad para escapar de las fuerzas de tierra israelíes. La condena internacional al feroz ataque israelí no los consolaba. La paz, tan frágil incluso en los mejores momentos de los años de luchas civiles libanesas —durante las que los cristianos libaneses habían combatido contra los musulmanes, y distintos elementos de la comunidad chiíta se habían vuelto unos contra otros para luchar, en más de una ocasión, por el mero control de una calle de Beirut Oeste—, saltaba en pedazos sangrientos mientras, hora tras hora, se oían las explosiones de las bombas israelíes. Nadie sabrá nunca cuánta gente murió. Las mugrientas ambulancias con medias lunas verdes pintadas a los lados circularon día y noche a toda velocidad por las calles, primero en dirección a los hospitales con los moribundos, y después a los depósitos de cadáveres con los muertos. Los hombres de la OLP estaban en todas partes y se distinguían por sus kefias a cuadros rojos y las pequeñas armas rusas. Se mezclaban con los soldados del Frente de Liberación Palestina y los combatientes del grupo islámico Amal. Hasta hacía poco habían sido enemigos encarnizados. El jeque Fadlalá advirtió esta nueva unidad con una profunda satisfacción. Por terrible que fuera la matanza, diría más tarde, Dios la había ordenado. Esta tenía un propósito divino al cual él debía prestar voz humana. Ahora. Había llegado el momento. Por ese motivo empezaron a reclutar gente, y así se propició la llegada del doctor Al Abub a la ciudad. En pocas semanas Hezbolá había estimulado la imaginación de los que sufrían privaciones y había fomentado la creencia latente en que sólo la fe y la justicia islámicas eran puras: cualquier otra cosa equivalía al mal y debía ser destruida antes de que devorara al islam.

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