jueves, 4 de agosto de 2011

LAS TORTURAS DE LA CIA 11 - PAGINA 15

El doctor Aziz al Abub había aprendido a moverse con rapidez y cautela en sus desplazamientos diarios por Beirut. Variaba de ruta y medio de transporte por la ciudad: algunas veces tomaba un taxi, otras se trasladaba en autobús. Cuando sabía que las calles estaban atestadas de gente, caminaba por Beirut Oeste; se sentía seguro porque aquel sector de la ciudad estaba bajo el total control de Hezbolá. Sabía ya que los estadounidenses de la embajada, situada en el barrio Este de Beirut, querían matarlo. Al hombre que tenía la misión de asesinarlo, todos lo llamaban Valí. Durante la última reunión del consejo directivo de Hezbolá a la que había asistido el doctor Al Abub, los embajadores iraníes en Siria y Líbano —a través de cuya mediación llegaban los abundantes fondos de Teherán para financiar Hezbolá— hablaron largamente de Bacli. Los enviados también servían de vía de comunicación entre Irán y la organización, de modo que los miembros de Hezbolá iban a Irán para recibir entrenamiento y entraban armas en Beirut bajo protección diplomática. El armamento llegaba en camiones. Hezbolá, fundado en 1982, comprendía una serie de grupos fundamentalistas radicales unificados en una organización política, social y militar muy cercana a la ideología y militancia de la revolución iraní. El objetivo inmediato de Hezbolá consistía en eliminar toda la influencia occidental del Líbano y destruir a Israel por todos los medios posibles. El objetivo final era crear una república islámica mundial dirigida por religiosos chiitas. Desde el momento de su fundación, se había convertido en la organización terrorista más peligrosa de Oriente Próximo. Aquel día de marzo de 1984 contaba ya con diez mil «luchadores de la libertad» con dedicación exclusiva y había establecido una red de células de apoyo en Europa, Estados Unidos, Reino Unido y Canadá. Lo que distinguía a Hezbolá de otros grupos terroristas era la amplitud de sus proyectos, como confirmaban todas las operaciones que había llevado a cabo. El jeque Mohamed Husein Fadlalá, miembro del consejo directivo de la organización y líder espiritual del movimiento, insistió desde el principio en que sus proyectos debían estar a la altura del modo en que Israel dirigía sus operaciones. Cualquier ataque requería su aprobación previa. Antes de que reclutaran al doctor Al Abub, había insistido en que examinaran cuidadosamente sus antecedentes para determinar si compartía el mismo gran odio por toda influencia contraria a la ideología de Hezbolá, y ahora el médico formaba parte de las tácticas de este movimiento en el Líbano. Aunque el cabello con entradas y los hombros encorvados le conferían un aire de hombre mayor, aquel día de marzo aún le faltaban algunas semanas para cumplir treinta y un años. Su aspecto físico no permitía imaginar que había sido la figura más destacada de los pasdaran, los guardianes de la revolución de la escuela de medicina de la Universidad de Teherán. Había comprado en Moscú el traje oscuro que llevaba siempre, cuando el director de la facultad de medicina lo eligió para cursar estudios de posgrado en la Universidad Patrice Lumumba de la ciudad. Esta universidad, fundada en 1960 por Nikita Jruschov, se especializó en adoctrinar a estudiantes del Tercer Mundo en el modo de vida soviético. Entre el cuerpo docente había una serie de químicos y médicos del KGB que se convirtieron en tutores del doctor Al Abub en las últimas técnicas de lavado de cerebro. Desde Moscú viajó directamente a Beirut, llevando consigo toda una serie de drogas. Su misión consistía en mantener vivos a los rehenes secuestrados por Hezbolá para obtener un rescate, o por motivos políticos. La mayoría eran ricos libaneses, pero en fechas recientes el doctor Al Abub había «cuidado» a otros «pacientes», como Frank Regier, profesor universitario estadounidense, Christian Joubert, ingeniero francés, y Jeremy Levin, responsable de la CNN en Beirut. Sin embargo, estos secuestros no habían acercado Hezbolá a su meta. Durante aquella reunión del consejo directivo también se habló de este fracaso. El jeque Fadlalá planteó la cuestión de qué más podía hacerse para forzar a Estados Unidos a acceder a las exigencias de Hezbolá. Los embajadores sacaron copias de la lista que poseía el gobierno libanes con los nombres de los diplomáticos extranjeros acreditados en el país y las distribuyeron entre los miembros del consejo, los cuales centraron su atención en los nombres de los diplomáticos estadounidenses que aún permanecían en Beirut. El jeque Fadlalá recordó a todos que los que trabajaban para el Gran Satán tomaban muy en serio su seguridad. Cuando salían del recinto diplomático, viajaban escoltados por marines fuertemente armados. Sin embargo, había una excepción: Valí. En la lista de los diplomáticos se le atribuía el cargo de jefe de protocolo, un puesto sin importancia, pero la unidad de espionaje de Hezbolá, cuyos miembros se habían formado en Irán, había llegado a la conclusión de que Valí trabajaba para la CIA. Sólo así se podían explicar sus movimientos por la ciudad, sin protección visible, mezclándose con la gente y apareciendo en los lugares más inesperados. Un hombre tan seguro de sí mismo por fuerza tenía que ser espía.

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