jueves, 11 de agosto de 2011

LAS TORTURAS DE LA CIA 18- PAGINA 22

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»Los incendios pueden provocar muertes accidentales si el sujeto está drogado y se abandona en el edificio en llamas. Pero no es fácil que dé buen resultado, a menos que el edificio sea muy combustible. »Las drogas pueden ser muy eficaces en toda clase de asesinatos. Si el asesino tiene conocimientos médicos o de enfermería y el sujeto se encuentra bajo cuidados médicos, entonces el método es fácil. Una sobredosis de morfina administrada como sedante causa la muerte sin molestias y es difícil de detectar. Si el individuo utiliza drogas habitualmente, la dosis tendrá que ser mayor. En caso contrario, bastan 130 mr. »Si el sujeto es muy bebedor, cuando pierda la conciencia podrá inyectársele morfina o un narcótico similar, y en tal caso es fácil que se atribuya la muerte a una intoxicación etílica aguda. »Los golpes deben dirigirse a la zona situada justo debajo y detrás de la oreja y a la base del cráneo. Naturalmente, si el golpe es muy fuerte, cualquier parte de la zona superior del cráneo también sirve. La zona frontal inferior de la cabeza, la situada entre los ojos y la garganta, puede soportar golpes tremendos sin consecuencias mortales. »Con frecuencia se utilizan las armas de fuego para los asesinatos, muchas veces de modo muy poco eficaz. Por lo general, el asesino carece de conocimientos técnicos sobre las limitaciones de las armas y espera de ellas mayor precisión y capacidad letal de la que poseen. Deberán emplearse armas con un poder destructivo que supere en un cien por cien lo considerado necesario, y el alcance del disparo previsto deberá ser equivalente a la mitad del que se crea adecuado para el arma. »Nunca deben lanzarse sobre el sujeto bombas o granadas. Aunque causan una gran conmoción y pueden conseguir su muerte, no son precisas ni dignas de confianza, y además constituyen una mala propaganda. La colocación de un explosivo oculto permite emplear una carga de tamaño adecuado, pero requiere una previsión precisa de los movimientos del sujeto. »Si se trata de explosivo de material de fragmentación, el mínimo deberían ser cuatro kilos y medio. El material puede consistir en cualquier clase de objetos duros, siempre que los fragmentos sean lo bastante grandes. Los fragmentos de metal o piedra deberán ser del tamaño de una nuez más que del de un bolígrafo. Las sustancias muy explosivas, tanto militares como comerciales, son prácticas para su uso en asesinatos. Hay que evitar los explosivos caseros o improvisados, pues aunque pueden ser potentes, resultan peligrosos y poco dignos de confianza. Los misiles explosivos antipersona son excelentes, siempre que el asesino posea conocimientos técnicos suficientes para lanzarlos adecuadamente. La carga debe colocarse de tal modo que la víctima no esté a menos de un metro ochenta de él en el momento de la detonación.» Hasta la fecha, Buckley nunca había necesitado recurrir al manual de instrucciones. En la única conversación que había mantenido con Gottlieb sobre el tema, el científico señaló que la «eliminación» de unas cuantas personas le evitaría a Estados Unidos un montón de problemas. Más tarde Buckley recordó que, según Gottlieb, Dwight Eisenhower fue el primer presidente en aprobar el método del asesinato. También citó a Eisenhower como autor de lo que en Langley se conocía como el «concepto del desmentido convincente», según el cual «se hacen cosas que es mejor no intentar explicar». Buckley sabía que dentro del Directorate of Clandestine Operations había una serie de «especialistas» en todas las técnicas que el manual de Gottlieb destacaba. No le cabía duda de que si llegaba el caso de escoger entre «matar o morir, mataría. Pero el asesinato a sangre fría... creo que me plantearía problemas». Con toda probabilidad, la mañana de aquel viernes 16 de marzo de 1984 Bill Buckley siguió la rutina que se había convertido en parte de su vida. En primer lugar colocó un disco de música clásica en el tocadiscos situado junto a la cama y llevó uno de los altavoces hasta la puerta del cuarto de baño. Se duchó y se afeitó, y después se vistió ton una camisa de manga corta, corbata de seda y un traje gris y ligero. La ropa era uno más de sus hábitos inquebrantables. Durante treinta años la había comprado en Brooks Brothers, en Nueva York. Compraba cuatro trajes al año, dos ligeros y dos con mezcla de estambre, y se mantenía en la talla 38. Las corbatas procedían de la sección clásica de Brooks, con rayas sencillas y apagadas. Como toleraba mal el silencio, se llevó el altavoz del dormitorio a la cocina y se preparó el desayuno: zumo de naranja, cereales, tostadas y café. En lo que le alcanzaba la memoria, siempre había empezado igual el día. Tras terminar el desayuno y meter la vajilla en el lavaplatos, cambió el disco de música clásica por otro de Dean Martin. Lo había conocido durante una de las temporadas en Langley, cuando pasó un fin de semana en Las Vegas. Una de las canciones de Martin incluso le traía recuerdos más personales: la única mujer con la que había establecido una relación íntima. Se llamaba Candace Hammond y vivía en Farmer, un pueblecito de Carolina del Norte. Hacía pocos días que había hablado con ella por teléfono.

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